Testimonio de la hna. María Teresa de los Ángeles (Cádiz) para un encuentro de jóvenes en junio de 2011

Me presento brevemente…

Cuando llegue al cielo y Jesús pronuncie mi nombre, sabré realmente como me llamo. De momento, tengo dos nombres: el de bautismo y documentos civiles, que es Lorena López; y el de religiosa, Hna. María Teresa de los Ángeles. Hace 25 años nací en Guadalajara, Jalisco, la hermosa perla del occidente mexicano; pero desde hace cuatro soy gaditana de adopción, cambié la perla por la tacita de plata. Soy monja contemplativa (de clausura), carmelita descalza, de las de Sta. Teresa de Jesús.

Mi vida es un Magníficat…

Si hablo de la experiencia de Dios en mi vida, tengo que tomar prestadas de María las palabras del Magníficat, y cantar con asombro y maravilla que el Dios fuerte tiene por debilidad a los pobres, los “anawim”, porque su misericordia es una promesa, una alianza eterna. Y como él es Dios, no se desdice, permanece siempre fiel en su amor con cada uno de nosotros: pobres creaturas  heridas por el pecado, que nos ha vuelto dignos de su más tierna compasión y su más entrañable amor, su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios que se me ha manifestado: Bueno, todopoderoso, fiel, amante, Padre misericordioso, Hijo compañero y maestro, Espíritu sanador y transformador.

Por todo esto, como María soy testigo feliz y agradecido de ese amor que salva y construye, de que solamente Él puede obrar por mi obras grandes, obras de amor y salvación. El Dios que se reveló a Moisés en la zarza como “Yo Soy” (que en una traducción más literal al castellano sería “Yo haré-Yo hago”) se ha manifestado en mi vida así, como “el que hace”. No terminó su obra maestra cuando concluyó la creación del mundo, Dios está siempre creando, siempre haciendo, y su hacer es Amor.

El mirar de Dios es amar…

Pues bien, con María yo proclamo que este “todopoderoso hace obras grandes por mi” (y en mi),  porque “me ha mirado”.  Dice San Juan de la Cruz que “El mirar de Dios es amar”. Sí, Él me amó, me miró, me eligió y hace conmigo una obra de salvación bellísima, va creando en mi una historia de amor comunicándome su propio ser: su Vida divina. Entonces puedo experimentar y saber que no soy la protagonista de mi propia existencia, paso a un segundo plano y me vuelvo espectadora  de mi propia historia, me descubro cooperadora de la acción de Dios “el que hace”, y siendo solo “su esclava”, “todo lo puedo en aquel que me da fuerza”, soy “fuerte con Dios”. Ni siquiera mi pecado puede romper su elección, su alianza y su obra; basta volverme a él y aunque muy a menudo le estorbo, él se vale de todo para seguir construyendo, “porque es eterna su misericordia” y nada es superior a su poder. Basta decirle “Fiat” para cantar después con María y con toda la Iglesia “Magníficat”.

El Amor es la razón de nuestra fe

Pero todo esto que hasta ahora escribo, no es sino una vocación universal, la experiencia de Dios que todos tenemos en la vida, el conocimiento de la trascendencia de Dios que supera nuestro limitado poder y que actúa en favor nuestro.  A este respecto, todo cristiano esta capacitado para dar razón de su fe, y aún más ahora, en nuestro tiempo, del que Karl Ranher decía que estamos llamados a ser místicos: hombres y mujeres de una fe firme, fruto de la experiencia del Amor y no de una  religiosidad ideológica- moral o cultural.

Moisés: el amigo de Dios

¿Qué particularidad tiene mi vida como monja contemplativa en esta vivencia de la Fe? Es una pregunta que me hago muy a menudo, pues si me piden mi experiencia, debo buscar como se manifiesta Dios en mi vida consagrada ordinaria, en lo cotidiano de las cosas, en las mociones interiores del Espíritu, que es donde Dios de continuo se manifiesta: en el presente y en la realidad de lo que vivo.

Precisamente el Domingo pasado, solemnidad de la Santísima Trinidad, acabamos de celebrar la jornada “Pro Orantibus” (por los que oran), un día que la Iglesia dedica a orar por la vida contemplativa. Buena ocasión para meditar sobre el misterio de mi propia vocación.

La primera lectura de la liturgia de ese día me encanta, creo que dice mucho precisamente de nuestra misión: interceder por el pueblo de Dios como Moisés, su amigo, que habla con el cara a cara (Éxodo 33,12). “Si he hallado gracia a tus ojos”…es una expresión de respuesta al saberse amado y elegido, como María también, a quien el Ángel anunció que “halló gracia a los ojos de Dios”. Esa gracia, ese amor de Dios que se recibe es infinito, quien lo acoge rebosa y no puede menos que darlo a los demás.

“Yo haré pasar delante de ti toda mi bondad”…

Cuando salí por primera vez de México y vine a Cádiz, antes de ingresar al monasterio (aún no sabía a cual) escrutando la palabra le preguntaba a Dios con cierta osadía ¿Para qué me sacas de mi tierra?¿Cuál es mi misión aquí?¿Qué quieres conmigo?…Y la respuesta, que me sobrecogió, fue precisamente este mismo episodio del encuentro con Moisés: “Yo haré pasar delante de ti toda mi bondad y tú conocerás a Yahvé”. Al Señor se le conoce cuando manifiesta su ternura, su misericordia y su bondad. Esta es mi vocación: Esconderme como Moisés en la hondura de la peña y esperar a que Dios pase, conocerlo, dejarme amar y desde ese amor vivo y real que no es mío,  sino suyo y para mi, interceder por toda la Iglesia, nuevo pueblo de Israel. Escondida en la peña como la paloma de los cantares y como se escondió también Elías en la cueva del Horeb para encontrarse con él en la brisa suave, en el murmullo.

“Como incienso en tu presencia”…

Ser contemplativo es ser como la tierra fecundada por la palabra, que “baja como la lluvia y la nieve, pero no vuelve vacía, sino después de empapar la tierra y hacerla germinar”, el fruto de esa palabra es la contemplación, el amor, la alabanza y adoración, la intercesión. La vida de la carmelita descalza, resumida según la fórmula que profesamos, dice: “Vivir en obsequio de Jesucristo, imitando a la Virgen María”. Como María, que guardaba todo el misterio de lo que le acontecía en su corazón; ahí lo meditaba, lo oraba y se disponía para permanecer fiel en la acogida del don divino, porque contemplar es recibir y devolver lo recibido a Dios “como incienso en su presencia”.

¿Y qué recibimos las monjas para ofrecerle a Dios? Lo primero, el don de nuestra propia vida, queremos entregarlo por entero, en cuerpo y alma, entregando las tres capacidades que definen al hombre: amar, poseer, decidir. Son la oblación de nuestra vida ofrecida a Dios: Castidad (amar), Pobreza (poseer), Obediencia (decidir). Es una entrega que no nos merma, sino que nos libera de nuestro propio egoísmo, de vivir para nosotras mismas y nos abre al “Otro”, crea en nosotras una una capacidad ilimitada para poseer al “Infinito”. Nos damos todas del todo al todo.

Otro precioso don que recibimos y ofrecemos es la liturgia, regalo de nuestra madre la Iglesia que ofrecemos a la Trinidad como homenaje de adoración y alabanza a nombre de toda la creación. Ofrecemos nuestra fuerza y capacidad creativa e intelectual a través del trabajo.

Vivimos ofreciendo el momento presente de lo cotidiano: la vida fraterna, las cosas sencillas, las pequeñas mortificaciones o renuncias, las alegrías y esperanzas. Todo nuestro hacer dentro del reciento monástico pertenece a Dios: oración, trabajo, recreación, descanso e incluso nuestro sueño.  Pero más importante que nuestro hacer, es ofrecer lo que somos, lo que vivimos, nuestras debilidades y sufrimientos, todo lo que sentimos y amamos. Somos en definitiva pertenencia de Dios, “con-sagradas”, inmersas en el ámbito de la divinidad, hechas de Dios.

El impulso interior que mueve…      

Y me podrían preguntar…¿Pero, concretamente, qué es lo que te movió a ser monja? Lo que me movió fue una llamada de Dios ¿Cómo supe que él me habla? A través de lo que sentía y experimentaba mi corazón a largo del día y de los días, en los acontecimientos y personas, en mi manera de percibir y vivirlo todo. Y nunca supe ponerle nombre hasta hace poco tiempo: es la Virginidad. Sí, apenas hace unos meses descubrí que el impulso de mi corazón hacia Dios era ese carácter virginal con el que estamos sellados los religiosos y consagrados. Esa fue la marca que desde niña yo vivía y que al llegar a la adolescencia fui descubriendo en mi. Hoy que ya soy esposa de Cristo, nuevamente sellada por la profesión religiosa, lo veo con claridad…Es el sello del corazón, el tatuaje en el brazo del que hablan los cantares de Salomón.

La virginidad del Corazón…

Cuando hablo de virginidad, no hablo de castidad. Son dos cosas distintas, que si bien, tienen relación porque una es fruto de la otra, son ámbitos diferentes. La castidad es una virtud cristiana, reguladora del apetito sexual. Todos estamos llamados a la castidad desde los distintos estados de vida. Es  una cuestión que, si bien involucra toda la psicología del hombre (no solo el cuerpo), abarca un ámbito más humano. La virginidad es relativa a la afectividad, al corazón, a la capacidad de amar y ser amado, a la elección del amor, a la libertad de amar. La virginidad es más profunda, determina a la persona, establece raíces en el alma. Hago la distinción entre las dos, porque me parece importante antes de continuar, dejar claro que la virginidad no es como la entiende el mundo, una cuestión sexual, va más allá de uno mismo.

Un cuento de hadas: con castillo y Príncipe…

Cuando niña, estaba convencida de que me casaría y sería madre de familia, era lo normal y yo soñaba con ello. Cuando crecí un poco más y se llegaba “la hora de los novios”, comenzaron mis batallas contra Dios.  ¿Por qué? Porque yo quería ser como todo el mundo, hacer lo que hacían mis amigas, pero me iba descubriendo distinta. Notaba que el temor de Dios y la educación cristiana que me dieron, aveces “me paraban lo pies”, y aunque hubiera querido hacer lo que todos, el amor de Dios era más fuerte. ¿Con los chicos? Pues, claro que me gustaban…¡y yo a ellos!…pero cuando intentaba tener un novio fracasaba en una semana. Yo no valía para darle mi amor únicamente a una persona, me sentía mermada, incómoda, en seguida rompía la relación. Lo mío era ser amiga de todos, un corazón para todos, no podía quedarme con uno, era dejar de ser yo misma. Por más que el chico me gustara, mi mejor condición de amar siempre fue ser amiga, compañera, hermana.

Ver en mi esto, que rompía mis planes, que no entendía y que no podía dominar aunque estuviera dentro de mi, no me costo pocas lágrimas, fueron bastantes y algunas batallas y reproches contra Dios. ¿Y por qué le reclamaba a Dios? No sé cómo, pero intuía que él estaba detrás de todo esto.

Hoy me alegro de esta historia y miro con ternura mi pasado, esa historia del Dios que ya desde entonces me esperaba, Él era el pretendiente que me aguardaba a la puerta de mi corazón, el mismo que lo había sellado. Era el cuento de hadas que yo soñaba pero aún no había descubierto.

El Camino, y seguir mi vida intentando entrar en la voluntad de Dios, fueron la clave de la paz. Pasaron algunos años y yo deje de presionarme tanto a mi misma, quise dejarlo todo en sus manos y aguardar el momento en que él me pusiera al príncipe azul en la puerta del castillo.

A los diecisiete años; y recuerdo como San Juan evangelista, la fecha concreta y hora:  las 4:00 de la tarde;  abrí la puerta para descubrir que “El Príncipe” (verdadero príncipe de paz), se llamaba Jesús de Nazaret. Había estado ahí esperándome y amándome siempre. En el estaban todos los deseos de mi corazón: un amor grande, más grande que yo, y que no me hacía sentir “exclusiva” de nadie, sino parte de todos, hermana de todos, madre de todos. Ese es el amor virginal que me definía desde entonces, porque es parte de mi.

La virginidad y la vida del monje…

Lo cuento de una manera romántica, porque la vida célibe o virginal no está exenta del romanticismo de una relación, por el contrario, es una historia de amor llena de pequeñísimos detalles que son demostraciones de mutuo cariño entre Dios y su esposa. Para una esposa de Jesucristo, todo son regalos de amor para que los disfrute su amada: la lluvia, la tormenta, la brisa, el arcoiris, el atardecer, las nubes, las flores. Para el alma contemplativa enamorada, todo tiene noticia de Dios.

Virginidad no es privarse del amor, sino vivirlo de manera distinta, es hacer presente el reino de Dios en la tierra,  “dónde nadie tomará mujer o marido porque serán como ángeles”. Dice Sor Isabel de la Trinidad: “Ser esposa de Cristo es vivir de su vida, amar con su amor”. La virginidad no es una ausencia en el corazón, sino dejar el sitio libre para que lo ocupe un amor mucho más grande, infinito: el Amor de Dios, un amor que se desborda y se expande para alcanzar a todos.

Por muchos siglos se tuvo la idea de que el monje, era aquel que lo dejaba todo para irse solitario en busca de Dios; de que los monjes eran gente que después de sentirse vacíos y decepcionados se alejaban para llenarse. Nada más falso, eso sería muy egoísta. Los monjes no entregamos a Dios nuestra decepción, sino nuestro amor por la vida, por lo bueno, por lo bello. No somos personas vacías de amor humano, sino que hemos conocido El Amor, y al vernos plenificados por el, queremos compartirlo con todos. No nos alejamos a la soledad para estar solos, sino para estar disponibles a todos, orando por todos los hombres, sufriendo con los que sufren, llorando con los que lloran, alegrándonos con los que se alegran. Los monjes somos vírgenes: fruto de nuestro amor virginal es el amor a la humanidad. El amor que profesamos a Dios no es “exclusivo” sino “inclusivo”, es una amor que pone a Dios en primer lugar, pero desde ahí ama a todos sin excluir a nadie. Le ofrecemos a Dios lo que somos, y desde el altar de nuestro corazón a todas las personas que él nos ha dado.

Doña Paradoja…

¡Qué paradoja! Alejarse de todos para estar siempre presente, no tener “alguien” a quien amar para amar a todos. Pues si, es que Dios es “Don Paradoja”, su especialidad es juntar contrarios y crear algo nuevo que quiebra la limitada sabiduría humana: bienaventurados son los que sufren, ricos son los pobres, la cruz es gloriosa, la muerte engendra vida, por el pecado viene la gracia, la fuerza se realiza en la debilidad, los últimos son primeros y las vírgenes son madres de multitudes. Dios unió en su Hijo lo divino con lo humano, en la cruz la vida y la muerte; y en María, la llena de gracias, la elegida, unió virginidad y maternidad.

María, la Madre Virgen…

Este misterio de la virginidad es el que llena mi vida, mi capacidad afectiva como mujer: ser esposa de Cristo y madre espiritual de almas. Esta es la misión que la Iglesia nos confía y que por carisma, Sta. Teresa recibió de Dios: orar por los sacerdotes, ofrecer a Dios nuestro amor y nuestros esfuerzos  por llevar una vida santa en favor de los sacerdotes, que son los “defendedores y capitanes de la Iglesia” y por todas las almas.

Las carmelitas prometemos vivir imitando a la Virgen María y este es el misterio que no solo imitamos, sino del que somos participes con ella: Nuestra virginidad engendra vida, vida de gracia, dones de Dios para la humanidad. Dice el salmo 44: “…olvida tu pueblo y la casa paterna, prendado esta el Rey de tu belleza, póstrate ante él, que es tu Señor, y en lugar de padres tendrás hijos”. Estos versos resumen perfectamente la vivencia de la vocación de una monja. Le abrimos a Dios el corazón, así como María abrió su seno, para ser Madres.

Madres para la Iglesia…

Todo lo hacemos por la Iglesia, instrumento de Dios para la salvación de la humanidad. Madres por medio de la Iglesia y para la Iglesia. Cuando Santa Teresita del Niño Jesús quiso encontrar su vocación concreta, leyendo las cartas de San Pablo recibió del Espíritu Santo una revelación maravillosa acerca de nuestra vida: “La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por varios miembros, no podía faltarle el mas necesario, el mas noble de ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este estaba ardiendo de amor…comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarca todos los tiempos y lugares. ¡Al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor…Así lo seré todo…” (Ms B 3v)

Las monjas contemplativas no nos vemos, estamos ocultas como las raíces de un árbol, pero nuestra misión llena de la sabia de la gracia los demás miembros del cuerpo,  somo canales por donde pasa el amor de Dios.

Por fin, concluyo…

Todo lo que he dicho, es la gran alegría por la que mi alma glorifica a Dios, porque me ama y me hace participe de su vida “he encontrado mi cielo en la tierra, pues el cielo es Dios y Dios esta en mi alma” (Isabel de la Trinidad). Esta en mi alma por su gracia, pero no pasivamente…sino como siempre, creando. Me ha invitado colaborar en la construcción del reino, como a los discípulos. Es mi gran felicidad, vivir con el, vivir para el y trabajar con amor para todos, “porque ha mirado mi pequeñez y hace obras grandes por mi”.

 Hna. María Teresa de los Ángeles O.C.D.